PENSAMIENTOS II

Cuando estés vieja y gris y soñolienta…

por Maria Àngels Viladot i Presas

Cuando seas vieja

Cuando estés vieja y gris y soñolienta
y cabeceando ante la chimenea, toma este libro,
léelo lentamente y sueña con la suave mirada
y las sombras profundas que antes tenían tus ojos.

Cuántos amaron tus momentos de alegre gracia
y con falso amor o de verdad amaron tu belleza,
pero sólo un hombre amó en ti tu alma peregrina
y amó los sufrimientos que te mutaban el rostro.

E inclinada ante las relumbrantes brasas
murmulla, un poco triste, cómo escapó el amor
y anduvo en las cimas de las altas montañas
y entre un montón de estrellas ocultó su rostro.

 

When You Are Old. William Butler Yeats (1865-1939)

 

Los años han pasado en un santiamén. En un suspiro. Y en poco tiempo he perdido a familiares y amigos. Muertes de amigas que lo eran desde que jugábamos con disfraces y muñecas. Muertes que van mucho más allá de un hecho natural que es necesario asumir y ya está. Muertes que no he digerido todavía y que no creo que tenga tiempo de llegar a hacerlo. La pérdida de dos amigas entrañables, en tan poco tiempo, ha significado una violenta sacudida; me ha enfrentado a la seriedad de la vida, a su prodigio, a su horror. Porque llega una edad que el traspaso de los seres queridos te encara a la propia pérdida. Te cuestiona tantas cosas.

Se acabaron algunas idas al cine, al teatro, se acabaron algunas paellas en el jardín y cenas a la luz de las velas. Se acabaron los paseos con las olas benignas del mar cubriéndonos los tobillos, conversaciones interminables. Se acabaron algunas de las bicicletadas ampurdanesas. Y me he quedado con el regusto agrio en la boca de no haber podido decirles cómo las admiraba, cómo las amaba. Nuestra relación era tan natural, tan espontánea y cariñosa que pensaba que no era necesario. Es hoy que me duele no haber sentido el roce tibio de su beso en mi mejilla, de mi beso en la suya, de no haberles dicho en un abrazo: «Te quiero».

Nosotros, las personas mayores, hemos sido árboles frondosos pero las hojas se caen y, poco a poco, nos hemos ido quedando sin la protección del ramaje espeso. Y así llegará un momento que nos encontraremos en la intemperie más descarnada, bajo la inclemencia de las ventoleras y la severidad del sol que arde sin que podamos cobijarnos en ninguna parte, hasta que nos funda definitivamente. El tiempo todo lo destruye, todo lo marchita, todo lo deshace, todo lo pudre, todo lo vuelve polvo. Lo devuelve nada. Aquella sombra fresca y acogedora que nos brindan la vida de las amistades y familiares queridos se va deshaciendo lentamente con los vapores corrosivos del tiempo.

No tengo intención de hacer exhibicionismo espiritual, ningún tipo de estriptease místico, y tampoco es pesimismo. En cuanto a la muerte, no tengo nada demasiado más profundo que añadir a lo que ya haya pensado y dicho el más mortal de los mortales. Pero hay quien se cobija en la eternidad, en Dios Nuestro Señor, lo que me parece una manera vanidosa de protegerse del miedo que puede provocar la propia muerte. Entre otras cosas, porque la dualidad alma y cuerpo es una creencia superada por la Ciencia. Claro que hoy la Ciencia está muy difamada (sobre todo en la misma Universidad) por un alud de locura fanática. En cualquier caso, las criaturas humanas que no somos creyentes, lo que no quiere decir carentes de espiritualidad, al contrario, nos quedamos a menudo a cielo descubierto, a la serena. Desnudas ante el temor, poco o mucho, que produce la proximidad de la guadaña.

Los años pasan, sí, y la presencia que anuncia la proximidad de la vejez aparece incansablemente, a golpes con crudeza. Ya no son las arrugas, las canas, los achaques, a veces pequeños, a veces grandes, es la energía del motor que se acaba. Un motor que cada vez tiene las bielas más flojas. Vejez sin subterfugios, vejez sin máscaras ni vuelta atrás. Nadie puede quedarse en régimen de perennidad en la Tierra y, al igual que la efímera juventud, la vejez pasa volando. Una escalera de caracol que rechina bajo los pies, un balcón de madera que cruje con vistas a un acantilado tan vertiginoso como inevitable. No hace demasiados días fue mi cumpleaños, 73 años, un cumpleaños feliz y al mismo tiempo removido, confrontada con el desgaste del paso inexorable de los años, tan joven que había sido, con tanta energía, con tanto tan todo. La sensación de vejez me ha cogido de sorpresa. Ninguna garantía de perdurabilidad con salud; ningún aval que me garantice evitar la experiencia de vivir la soledad de las viejas, de la que tanto se habla. De repente, en mi 73 aniversario, todo me parece una propina, me parece que el final me acecha cerca, me acota para ver cuándo me puede atrapar, aunque no sea cierto, aunque viva, como vivo, una vida saludable.

Por si fuera poco, hoy en día se habla de la feminización de la vejez, lo que significa que las mujeres somos mayoritarias en esta etapa de la vida, superamos en un 32% a los hombres en este aspecto. Cabe decir que la proporción es más acentuada cuanto más avanzada la edad. Un montón de mujeres viviendo la senectud y la vejez con la carga de los estereotipos negativos por ser mujeres y por ser viejas. Estereotipos que, por supuesto, intervienen en la comunicación con los miembros de las otras cohortes de edad. Y en ese aspecto quiero romper una lanza a favor de la comunicación intergeneracional, con las chicas jóvenes.

Dicen que la vejez es la etapa de la sabiduría, el reinado de la experiencia, eso dicen. Quizás sí. También la pintan con una luz tétrica, no exenta de verosimilitud, como ocurre en dos poemas famosos que comparten título, «Cuando seas anciana», de Yeats, uno y de Pierre Ronsard, el otro. Ambos describen un estado de melancolía y desesperación a partir de la imagen del declive físico y vital de sus respectivas protagonistas.

En cualquier caso, a mí me parece una etapa humillante. Un trance desagradable. Una amenaza constante. Que la vivo encarándola con positividad, qué remedio, pero que a veces me hace sentir ridícula. Por eso, las mujeres mayores, confrontadas a nuestro declive, buscamos el abrigo entre nosotras. Creamos tertulias, grupos de amigas. Vamos en grupo a conciertos de música, al teatro, al cine, a realizar excursiones. Nos protegemos. Y por eso, también, agradecemos tanto las muestras de respeto de los jóvenes (la cultura china de la piedad filial). Las mujeres (las jóvenes) no tienen demasiados problemas como parece que puedan tener los chicos (a no ser que exista un vínculo estrecho de comunicación y de cariño, como, por ejemplo, con los nietos) de mostrarlo abiertamente, espontáneamente. Lo noto a menudo en mí, mermada, vida social; somos dos cohortes de edad muy alejadas una de otra, no hay competencia de ningún tipo, las mujeres mayores, en términos generales, no las molestamos a las jóvenes, somos muy diferentes en valores, en expectativas, en vivencias vitales, ellas emprenden un camino, nosotros ya lo hemos recorrido y estamos llegando a la meta final, y me encuentro que me contemplan cariñosamente, que me respetan con el afecto de transmisora de aquella experiencia y sabiduría de que disfrutamos, dicen, las personas entradas en la senectud, las personas viejas. No me desnudan de mi identidad de persona. Al contrario. Y yo sin duda aprendo de su perspectiva fresca y dinámica. De la belleza inconmensurable de su juventud. Las miro de lejos e internamente sonrío.

El poeta Pierre de Ronsard termina su poema «Cuando seas muy vieja» con los siguientes versos:

«No esperes hasta mañana, vive ahora, ten sensatez:

cosecha desde hoy mismo las rosas de la vida.»

 

Carpe diem

PENSAMIENTOS I

Las Cruella de Vil

(El síndrome de hybris o la enfermedad del Poder)

Por Maria Àngels Viladot i Presas

Decía Frederica Montseny que «la mujer está obligada a tomar la libertad si no se la dan». Me desahogaré con toda franqueza contra una cierta tipología de mujeres (ya sé que esa no es la libertad de la que nos habla Montseny) definida en el conocido síndrome de la «abeja reina»: La tendencia que tienen algunas mujeres en puestos de mando a despreciar y hacer la zancadilla a otras mujeres porque las consideran rivales. Un efecto, dicen, de la discriminación de género. Una rémora para los valores del feminismo.

Vivimos todavía en un mundo en el que los «rasgos femeninos» son vistos como una debilidad. El poder otorga reconocimiento con cuentagotas y que una gota caiga sobre la cabeza de una mujer no es un milagro, pero casi. Por tanto, enfrentadas al panorama discriminatorio por razón de género, no nos debería extrañar que algunas mujeres reaccionen con deslealtad. No sólo no compiten de manera sana, sino que hacen todo lo contrario: se pavonean fuera del rebaño de las mujeres  —a las que consideran unos seres inferiores— para poder mantenerse en el podio del Poder (¡que suele ser masculino!), con un abanico de conductas inaceptables, las que sean necesarias, las que convenga. Todas las Bee Queens son tiranas con los subordinados, sobre todo (¡sobre todo!) con las subordinadas.

No las soporto, pero aguanto menos a las imitadoras, a las que las plagian. Son mindundis serviciales. Este «no las soporto» es una expresión liberadora a título personal, con fuerte carga emocional, que puede dar risa. Pero soy del parecer que sólo las tonterías hacen reír, nunca las cosas serias. Desde el punto de vista cognitivo diré que esas mujeres son un lastre en el camino para alcanzar la libertad de la que hablaba Frederica Montseny. Más ahora que la negación de la violencia de género ha llegado a las instituciones, que se advierte una reacción patriarcal.

De modo que tanto las posicionadas «abejas reina» como las aspirantes a serlo, con su falta de sororidad, hacen un flaco favor a la lucha perenal de las mujeres hacia la igualdad. Una lucha centrada en la búsqueda de la Justicia con mayúsculas.

Qué dolor emocional, qué sentimiento de inferioridad, atenaza a las mindundis serviciales para querer sentirse tan superiores. Con una desazón pasional hacia las «alturas» del poder buscan desesperadamente la aceptación, compiten con las demás mujeres, a las que ven como eternas rivales (rivales imaginarias, por supuesto) por temor a que les «roben» el lugar de reconocimiento que consideran que se merecen. «Yo soy mucho mejor que tú, ponte en la cola», «No soporto verte, no aguanto saber, ni siquiera sospechar, que tienes éxito». Y mucho menos en el círculo que admiran. Si pudieran ahogar a sus imaginadas rivales en el lodo de la desgracia entonces ya sería bingo. Una lucha a muerte. La muerte es simbólica, por supuesto. Sencillamente, «te tengo debajo de mi pezuña y no te dejo respirar.» ¡Qué paranoia, por dios!

    «La pasión de dominar es la más terrible de todas las enfermedades del espíritu humano», dijo el señor Voltaire. Y no le falta ni una brizna de razón.

En cualquier caso, me cuesta lo indecible aguantar el provincianismo de estas mujeres estilo «Cruella de Vil». Entiéndase bien el término «provincianismo»: esa estrechez de espíritu, ese apego admirativo al Poder, esa expulsión de las demás mujeres, a las que desean hundir por la necesidad de reconocimiento enfermizo. Con cero plasticidades de pensamiento, buscan confirmar el prejuicio para convertirlo en convicción. Adjudican estereotipos, prejuicios, buscan apuntalarlos, aseverarlos, para ganar una supuesta contienda contra una adversaria imaginada que, sospechan, podría destronarlas. Se mueven siempre en el lodo del vacío interior y para llenar el depósito atrapan a víctimas propiciatorias a las que, aplastándolas, les roban la energía necesaria para alimentar la autoestima de la cual carecen.

Así nos comportamos las personas, nos comparamos con los demás (lo hacemos de forma automática) el resultado de esta comparación hace que nos sintamos superiores o inferiores. También puede que, en el proceso comparativo, la propia autoestima quede incólume y que el resultado sea que nos sentimos en igualdad como seres humanos. Aquí radica la empatía, el reconocimiento de los demás. La bondad. Por eso discrepo rotundamente del liberalismo radical, eso de que cada uno se espabile con la propia vela. De las formas descarnadas del individualismo puro y duro en general y, en concreto, de las Bee Queens y las aspirantes a serlo. Los que no pueden más, los que en el mejor de los mundos se quedarían atrás, tienen derecho a esperar el apoyo de los demás. Y las mujeres por lo general han estado siempre en ese rango de los perdedores.

Hay una frase que dice: Esta persona «se ha hecho a sí misma». Creo que lo que es de admirar es si, además, esta persona ha ayudado a que los demás no se desmonten. En mi opinión, el auxilio es una actitud humana imprescindible. Vivimos en sociedad (hormigas, abejas, elefantes, lobos… viven en sociedad, se necesitan), somos necesariamente socios de los demás. Las «abejas reina» se han hecho a sí mismas escupiendo en la cara a las demás mujeres a las que desprecian, en la admiración provinciana y pueril por el Poder (o para preservarlo). Una admiración servil y vergonzosa. O admiran o degradan. No tienen término medio. Y la degradación puede disfrazarse de muchas formas, la condescendencia, por ejemplo. Los comportamientos condescendientes atacan directamente la autoestima de la gente. Todo ello, mecanismos muy primarios.

Oportunistas, arribistas, aduladoras, líderes de sectas… saben cómo enjabonar el ego de quienes patológicamente admiran. Saben cómo hacer que, inmerecidamente, las adulen a ellas. Las aborrezco.

        Las mujeres tipo «Cruella de Vil» se han instalado en la jactancia de la superioridad y actúan con la beligerancia propia de la envidia. Pueden ser de derechas, pero también pueden autodefinirse como de izquierdas o feministas porque, en la acera soleada de la justicia, la igualdad y el progreso, llueve igualmente el síndrome de hybris: La ambición desmedida, un ego descomunal, la petulancia y la vanidad. Narcisismo al galope… Y todo el mundo que se opone o sus ideas son enemigos personales, personas que responden a envidias.

  Siempre he pensado que llevar la etiqueta de izquierda o progresista liberal también podía servir para esconder los detritus de la mala fe, del despotismo de algunos y algunas. Lo mismo ocurre con la etiqueta de feminista, en según qué sectores. Sin duda, muchas mujeres que se llaman feministas y de izquierdas son serviles aprendices de «abejas reina». Basta con que se identifiquen como «progresistas», como «gente de izquierda», para que automáticamente se las conceptúe de entrada con simpatía, con agrado, por más que sean unas tiranas arrogantes. La sociedad las ubica automáticamente en el grupo de personas decentes, compasivas y solidarias, aunque escondan ser unas carcamales, unas machistas camufladas. Pero ellas, felices, se escudan en el apósito de esas palabras (ser de izquierdas y/o progres liberales y/o feministas) para tener buena conciencia. Como los creyentes que pueden pecar, pero si rezan unos cuantos padrenuestros y tienen fe se salvan del infierno.